El Sol intentaba resquebrajar el tiznado cielo negro y dejar pasar los tenues rayos de luz. A pesar de la oscuridad del nuboso cielo, se podía vislumbrar claramente el campo de batalla. A una orden, mi ejército se formó en dos series de cuatro filas, una a mi izquierda y otra a mi derecha.
-¡Soldados, desenvainen sus espadas! –vociferé a los combatientes.
Desde lejos ya se veía al enemigo. Las hermosas figuras femeninas, enfundadas en moradas y oscuras armaduras, avanzaban a paso firme y ligero.
Cada vez estábamos más cercas. Y cuando nos distanciábamos por apenas una decena de metros se marcó el inicio de la batalla.
-¡Carga! –y mis valientes soldados corrieron hasta alcanzar al ejército contrario.
Alzamos todos las espadas y las hundimos en sus cuerpos, por las finas aberturas de los trajes de combate. O eso intentamos: sus cuerpos se deshicieron por el corte, se difuminaron, para luego volver a solidificarse cual fantasma al cruzar una pared. Tras nuestro movimiento vino el suyo, rápido y veloz. Perdimos decenas de soldados en ese acto. Otros, aprovechando su ataque, defendieron, y volvieron a atacar.
Su ejército se dividió en dos, y pude ver la belleza más sublime, que apenas podría compararse con mis mejores sueños de amor. Aquella mujer tenía un pelo sedoso al viento, que desvelaba una expresión serena, mas no triste; radiante, mas no belicosa. Su armadura color plata se amoldaba a sus prominentes senos y estrechas caderas. Todo era curva y sensualidad. Sus ojos titileantes en la nube de polvo que generaba la guerra me invitaba a la confianza. Solté a un lado la espada, al otro el escudo. Avancé hacia ella, lento pero firme, dejando atrás el metálico titileo del entrechocar de las espadas de quienes podían oponer resistencia a aquellas arpías.
¡Capitán! ¡Eh, capitán! – gritaba mi más allegado oficial.
Yo apenas le oí, enajenado por la belleza de aquella dama. Mi cuerpo andaba solo, sin control, y ella me esperaba allí, inmóvil pero majestuosa. Cuando estuve cerca, mi brazo rodeó su espalda, y ella me tuvo entre sus brazos. Una mirada durante un segundo, un momento eterno. Después, nuestros cuerpos se unieron en un beso. Sus labios intensos esperaban en mi boca a la entrada de mi ser, y yo la abrí esperando que la luz y el calor reconfortara mi alma. Mas me equivoqué.
Algo oscuro y frío me absorbió, como un agujero devora a una estrella; y yo no podía hacer nada, tragándome impunemente. Mi cuerpo cayó a un lado, con la boca abierta y los ojos fijos en el infinito, sin calor que recorriese mi cuerpo. Aquella vampira sonrió, y con un movimiento de muñeca, mi ejército se hizo polvo, y se esparció por el aire como si no fueran nada más que dientes de león en una tarde de otoño.
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