domingo, 22 de noviembre de 2009

Cosas del destino

El relato de aquí abajo es una modificación de uno de los que tuve que presentar al taller de escritura. Cuando termine dicho taller, intentaré colgar los demás.


Ese día iba como siempre: tarde. Mira que lo intentaba: me despertaba media hora antes de salir, me preparaba un desayuno sencillo, me ponía la ropa que ya tenía elegida de antemano y mi maletín y salía para el trabajo. Pero nada. Siempre iba tarde. No sé sería mi reloj, que se atrasaba sus manecillas cuando tenía tiempo de sobar y las adelanta cuando me falta, o qué será... Pero, de momento, voy tarde. El semáforo está en verde, parpadeando... Me dará tiempo.

Un hombre me llamó justo antes de dar el primer paso. “¡Ey usted, párese!”, me gritó. Justo iba a responderle, cuando un coche deportivo, negro intenso, atravesó la calle a toda pastilla, levantando nubes y nubes de polvo. Cuando me quise dar cuenta, aquel hombre ya no estaba allí.

Y seguía llegando tarde. Bueno, era una forma de hablar, porque aún no había llegado. Crucé la carretera y seguí por la acera contigua, dispuesto a entrar en el gran edificio gris azulado donde trabajaba, cuando apareció él, acercándose lentamente hacia mí. Esta vez sí me fijé mejor. Tenía un pelo negro recién peinado, unos ojos marrones claros y una boca estrecha, pero no pequeña. Tenía una constitución ligeramente musculosa, como de corredor de maratón. Su cara se mostraba seria, mas no enfadada.

-Hola, quizá no me he presentado correctamente -empezó hablando con un ligero toque francés-. Mi nombre es Jean Acordu. Represento a una organización de carácter internacional, formada por 35 países...

-Mire señor -le dije con toda la amabilidad que podía contener, después de que aquél supuesto francés engominado me estuviese hiciendo perder mi escaso tiempo-, no me importa quién es usted o qué hace aquí, sólo quiero entrar a trabajar y cobrar un sueldo decente a final de mes. ¿Tan difícil es de entender?

-Ah, ya. Me temo que eso no será posible, señor.

Dicho esto, el francés me tiró al suelo, y unos estallidos resoplaron hacia el exterior del edificio. En ese momento, dos personas armadas y con pasamontañas salieron del edificio, con las manos llenas de bolsas con dinero. Dispararon a todo lo que se movía, e hirieron a varias personas, algunas de ellas cerca del corazón. Después, entraron en una furgoneta recién aparcada y salieron pitando. Desde las puertas, los guardias empezaron a abrir fuego, pero para entonces los atracadores ya se habían ido. El tipo aquel me ayudó a reincorporarme, mientras seguía explicándome lo que sucedía.

-Como le iba diciendo, nuestro objetivo es, de momento, establecer unas normas de seguridad y unas reglas para los viajes en el tiempo, que nos permitirán saber hasta donde...

-¡Viajes en el tiempo! -exclamé sorprendido.

-¡Shh! -y rápidamente me puso la mano en la boca. Miró a ambos lados de la calle, y luego se separó- Calle, por favor, pone en peligro toda nuestra organización. Como le iba diciendo: nuestra organización dispone de planes de actuación para los evitar desgraciados accidentes a ciertas... personas. Accidentes que, por otra parte, podrían haber ocurrido.

Balanceé durante unos momentos la cabeza.

-Si eso es así, ¿por qué se ha decidido salvarme? Podrían haber salvado a cualquier otra persona. Podrían haber salvado a las personas a las que les alcanzaron las balas de los atracadores. ¿Por qué no las ha salvado?

Con una sonrisa tranquila y serena, el francés me habló sin reservas.

-Porque así lo dijeron los jefes. No me ordenaron que salvara a nadie más. De hecho, mi misión sólo incluye hoy, 22 de noviembre de 2009. Mañana no estaré aquí para protegerle. Es usted nuestra cobaya por un día.

Dicho esto, me dirigió un puntapié a la mano en la que sostenía la maleta. Solté la maleta, y mientras esta se quedaba momentáneamente en el aire y yo realizaba aspavientos de dolor, una motocicleta que hasta entonces no había percibido entró en escena, cogió mi maletín y me dejó con un insoportable olor a gasolina. Dirigí mi cara a “Joan” o “Jean”, como quiera que se llamase aquel tipo que me irritaba por momentos.

-Ya van 3 veces que le salvo la vida. Ese conductor iba a robarle y, si no hubiera soltado el maletín, le hubiera arrastrado calle abajo, descoyuntándole su brazo, y moriría para las 4 de esta misma tarde.

Era el colmo. Encima, el francés se las daba de listo. Como si fuese mi salvador. Podía haberme avisado, podía haberme movido, o empujado fuera del radio de acción de la motocicleta, podía incluso haberme dejado continuar con mi vida y entrar en el banco en el que trabajo 4 portales más arriba, pero no. No hizo nada de eso, sino que directamente le dio mi maletín al ladrón para ahorrarse problemas. ¿Su cobaya ha dicho? La ira me recorrió las venas. Me lancé para agarrarle fuertemente del cuello, pero el me repelió de una patada. Una gran barra de metal cayó desde el cielo, provocando un gran estruendo a lo largo de la calle.

-4. Ya van 4 veces que le salvo la vida -dijo aún sonriendo el muy capullo.

Pero qué podía hacer. Contuve toda mi ira, me metí las manos en los bolsillos de la chaqueta y caminé calle arriba hasta el trabajo. Lo último que recuerdo de aquel incidente fue la polvareda de polvo y cemento que caía sobre el suelo, fruto del desplome de los andamios que estaban construyendo las nuevas instalaciones para no se qué nueva empresa. “Arreglamos su futuro por un módico precio” fue el cartel que sobre mí cayó, quitándome la vida.

2 comentarios:

  1. El "taller de escritura" ¿es algún sitio físico al que vas o lo visitas por Internet?
    El relato está bien, y el final, mejor.

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  2. Sí, es un taller de narrativa que ya tuvimos el año pasado. Se realiza en el instituto: todos los días escribimos relatos, los leemos y se los entregamos al "profesor". Lástima que este jueves se termine...
    Gracias por el comentario, he empezado a leer Tetraedron y me está gustando, bastante subjetivo e irreal

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