lunes, 26 de abril de 2010

Dictadura musical

El siguiente relato es una crítica a un aspecto puntual a la sociedad actual. Me surgió a partir de una pregunta, de la cual creo que hay un grupo en Facebook: ¿Llegará un momento en el que tendremos que pagar por cantar en la calle? Actualmente, se paga canon por todo: discos duros, pendrivers... pero, ¿de verdad ese dinero va a los autores a los cuales "supuestamente" robamos? De ser así, ¿van a todos, o a los que la SGAE les interesa? El relato aquí presentado (que consiguió el segundo premio de relato corto en mi instituto) tiene numerosas referencias al libro de dictadura por excelencia que tuve el placer de leer el verano pasado: 1984. Espero que George Orwell no le dé por volver a la vida y denunciarme, yo solo hice intertextualidad...

Eran ya las 8 de la mañana. Yo, aún aletargado, aprovechaba los últimos segundos de sueño antes de que mi madre me arrancase de los dulces brazos de Morfeo.

-¡Estefan, levántate ya! Vas a llegar tarde a la escuela, como de costumbre. ¡Ya es la hora!

-Mamá, es que hoy… no me puedo levantar; el fin de semana me dejó fatal…

-¡¡Shhh!! –y los ojos de mi madre se inyectaron en sangre, mientras el sonido mecánico un pequeño motor cruzaba la ventana, inundando el silencio de la habitación. Abrí los ojos, y vi como la cámara de la esquina del edificio se giraba hacia nuestra ventana, que estaba completamente abierta.

-Hijo, ¿te he hablado alguna vez de Mecano?

-Esto… Creo que sí.

-Pues entonces baja sin rechistar que tienes que prepararte tú solo el desayuno.

Temiendo haber metido la pata hasta el fondo, me desperecé y bajé a desayunar. Durante el camino al colegio, llegué a la conclusión de que, finalmente, me había ocurrido lo que más temía: existen tantos temas musicales que ya es imposible decir algo sin coincidir con ninguna letra de una canción. Desde que el principal partido neoconservador del país consiguió una mayoría en las urnas hace 9 años, la SMAE ha desarrollado una tecnología sofisticadísima para comprobar ciertos patrones de voz con tonos musicales. Supongo que ya conocen el significado de esas siglas, la terrible Inquisición de nuestros días, aunque no estoy muy seguro si conocen que SMAE significa Sociedad Musical de Autores Españoles. Antes de que la SMAE se consolidase como tal, cuando yo aún tenía 6 ó 7 años, se podían escuchar canciones en la radio, incluso en dispositivos electrónicos específicos para almacenar sonido. Aún recuerdo escuchar y bailar música proveniente de países extranjeros, música cuya letra no entendía pero que me animaba a mover el esqueleto, a seguir bailando en eso que llamaban discoteca. Ahora, ya nadie quiere ir a esos lugares: nosotros los jóvenes preferimos ahorrar todo un trimestre para poder acceder a unos de esos locales de moda llamados “actuarios”. La última vez que fui, hará ya tres semanas, pudimos cantar mis colegas y yo una canción del último grupo de artista pop-rock-chic, que ahora mismo podría ver en una gigantesca pancarta de la plaza principal de la ciudad. El conjunto de los artistas lo formaban dos chicas rubias jovencísimas y dos tíos con estilo retro, mirando entre sus lacios peinados negros con mechas rubias, vestidos con camisa blanca y tirantes negros y rojos. Cantaban de pena, para que engañarnos, pero es lo que había en ese momento. Debajo se podía leer: “¡ven a escucharlos al actuario de la Calle Alcántara y canta con ellos! Licencia cubierta en el precio de la entrada. Garantizado por la SMAE”. De sólo ver aquellas siglas grandes y gigantes me recorría por la columna vertebral un cosquilleo tembloroso, como si una helada repentina me hubiera entrado por los ojos y se me hubiese extendido por las extremidades. Apenas me podía mover, pero al ver el girar la muñeca vi en el reloj que llegaba tarde y salí corriendo hacia la puerta del instituto.

-¿Oísteis la noticia de Antonio? Lo pillaron en la Avenida Ramón. El pobre pasaba por allí de camino a su casa cuando un grupo de esos terroristas dejó en mitad de la calle una radio. El tío salió corriendo y se internó en el centro comercial más cercano, que hacía esquina en esa misma calle. La Guardia Musical aún no ha conseguido encontrarlo. ¿Se imaginan? Vas tan tranquilo, cuando de repente a un tipo se le cae un aparato que empieza a sintonizar las cadenas más caras de música pop, un grito procedente de ninguna parte dice: “Ténganse a la SMAE”, mientras que todas las salidas de la avenida se cierran y los del equipo de Operaciones Musicales saltan desde los tejados, porra en mano, reduciendo todo aquel que ose escapar… La gente corriendo de aquí para allá, la policía reduciendo los disturbios a base de porrazos… Antonio fue llevado a Comisaría. De todas maneras, no hay que preocuparse mucho por él: era el que más cerca estaba del individuo y no le dio tiempo a salir corriendo, así que fue reducido sin alboroto y llevado a comisaría. Supongo que mañana ya se reincorporará a las clases. Espero...

Su voz tuvo un deje lastimero, y todos decidimos dejarlo ahí. Habíamos oído rumores de que, una vez que se entra en la comisaría musical, no vuelves siendo el mismo… si vuelves. Antonio era el primo de Quique, y este le tenía un importante aprecio. A su hermana María le gustaba mucho la música. Iba todos los meses a los actuarios, a bailar y cantar con las amigas las canciones de moda. Volvía cierto oscuro día a casa mientras iba pensando en el último estribillo que había aprendido a cantar. Estaba tan entusiasmada, que se le escapó un silbido, emulando aquella reciente melodía. La carta llegó al día siguiente a la familia de Enrique. María, que aún no cumplía la mayoría de edad, fue recluida para la Juventud de la Guardia Musical, encargada de instruirse en la reclusión de presos de baladas, que solían esconderse a las afueras de la ciudad, lejos de la policía. Pero decían que nadie podía escapar a la SMAE. Su red de cámaras y micrófonos se extendía más allá de las calles, avenidas, plazas o incluso ciudades. A veces, algunos senderistas alegaban haber sufrido algún altercado en medio del campo, una visita de la SMAE cuando uno de ellos recitó ciertos poemas y refranes con mucha musicalidad referidos al amor y a la naturaleza.

A la salida, acordamos llegarnos al actuario de la calle Alcántara. Antes de eso, Juan y yo nos acercaríamos a casa de un conocido suyo dos calles más abajo, que se contaba que inventaba música. En los oscuros tiempos que corrían, los artistas consolidados formaban el estamento más alto de la sociedad, la aristocracia moderna, que habían vendido su música y su alma a la SMAE por los lujos y la fama. Debajo de estos se encontraban los trabajadores la Sociedad, encargados de las labores administrativas. Y en la parte más baja es dónde se ubicaba el pueblo llano, ignorante de todo ritmo y manipulado por los carteles y músicas propagandísticas de los cantantes que podían permitírselo. Sin embargo, parecía que la desgracia aviva el ingenio, pues muchos ciudadanos intentaban componer música de forma gratuita. Pese a esto, la SMAE se cubría bastante bien las espaldas, encarcelando a todos ellos so pretexto de estar escribiendo en la escala Pentatónica alguna canción poco conocida o de estar tarareándola. Sólo unos pocos, los que podían imaginar música sin tener que cantarla ni plasmarla, podían componer simples aunque melodiosas canciones libres.

Eran ya las seis de la tarde, y el Sol se escondía tras los grises edificios. Ahora que me fijaba, las construcciones se parecían tristemente a los archivadores que se pueden encontrar en cualquier oficina. Y puesto ese ejemplo, las personas que allí vivían no serían más que sobres en uno u otro cajón, los cuales contenían el dinero que hacía mover la mano de la SMAE y arrancar cinco, diez billetes, inclusos sobres enteros para ordenarlos a su favor, sobres que pueden cambiar de nombre y de función en la intrincada sociedad donde aún se vivía.

-¡Ey Estefan! –me giro y extiendo la mano a Juan. Te he visto un poco… anonadado. ¿Te encuentras bien?

-Esto… si claro. Sólo estaba pensando.

-Pues deja de pensar; un día a la SMAE le dará por meterse en el terreno de la filosofía, y cobrará derechos de autor por ciertos pensamientos – me guiño un ojo, y juntos emprendimos el camino hacia la casa del músico.

Pronto volvería a escuchar música. Ese conjunto de sonidos casi arbitrarios que, ya sean emitidos por una panda de niñatos insolentes o de treintañeros artesanos que se jugaban su corta vida en pos de la diversión de los demás, me provocaban una serie de sensaciones alegres, tristes, melancólicas o apasionadas, que me inducían a cantar y soñar. Parecía que la tristeza no existía cuando bailaba con los amigos; que la situación en la que vivía era feliz y amena; que no había que preocuparse por la terrible Sociedad o por el Partido que tanto la secundaba. Soñando con los futuros estados de mi alma, algo en mi interior me impulsaba a cantar algo alegre, algo para animar el camino que realizábamos. Pero tenía miedo de la SMAE. Cruzábamos la avenida principal, por la cual pasé de camino al colegio. Observé de nuevo el gigantesco póster, en especial el chaval de la izquierda. Sus puntas rubias, el extravagante sombrero negro redondo a modo de bombín y sus pestañas embadurnadas en negro. Esa era la cara amable de la SMAE. En una de las esquinas ponía el nombre artístico del mediocre cantante: “Beethoven”. Caí en la cuenta de que ese autor, que no era apenas conocido en esta época por la censura de la SMAE, murió en el siglo XIX, y tenía una canción preciosísima, un himno a la alegría y la esperanza, el cual escuché una vez cantarlo de parte de mis padres cuando todavía vivíamos en el campo. Encontré por fin por donde desahogar mi ansiedad musical.

-¿Juan, te puedo hacer una pregunta?

-Sí claro, no te voy a cobrar por ello – dijo sarcásticamente

-¿Es cierto que, cuando pasa un cierto tiempo, las canciones dejan de tener esa dichosa licencia?

-Eh… sí, ahora que caigo sí, creo que eran entre 50 o 100 años después de la muerte del autor. ¿Pero no estarás pensando en….?

No podía aguantarlo más. Juan me había dado el dato que necesitaba, y necesitaba expulsar todas las emociones que mi mozo cuerpo contenía. Inspiré hondamente. Juan, que había visto el fulgor anhelante de mis ojos, el destello de esperanza de quien no puede vivir en esta sociedad oprimida por un absurdo control totalitarista que, de una manera u otra, habíamos elegido y permitido, intentó taparme la boca. Pero yo dejé que la melodía me atrapase, gritando a pleno pulmón en mitad de la vía:

-“Eeeeeees-cu-cha her-ma-no la can-ción de la a-le-grí-a” - Juan se retiró, dio tres pasos hacia atrás, mirando a los alrededores.

-“El can-to a-le-gre del que es-pe-ra un nue-vo dí-a”

Ahora, todos los paseantes de la plaza se habían girado hacia mí. Algunos aterrados como Juan, buscando desesperadamente las salidas más cercanas. Otros, maravillados de que cantase tan bien sin música y sin aparatos distorsionadores, como en los actuarios. Maravillados de una letra que cuadraba perfectamente con la vivencia de un tiempo oscuro y arítmico. Pero me percaté de que había alguien más observándome. En las esquinas y en la fuente central, la SMAE había instalado cámaras para evitar manifestaciones musicales que violasen los derechos de autor de los cantantes. Estas me grababan, y me fijé en uno de los pilotitos parpadeantes que se habían activado. Juan y las demás personas allí presentes corrían desesperados entre gritos hacia las cuatro salidas de la plazas, que se estaban cerrando.

-“Ven, can-ta, sue-ña can-tan-do, vi-ve so-ñan-do el nue-vo Sol” – seguí cantando, pues yo ya no podía parar de hacerlo.

En las paredes de los edificios pude vislumbrar a los Soldados de Operaciones Musicales, y tomaron tierra como lo solían hacer en las películas americanas que tanto me gustaban de pequeño. Dentro del escuadrón, los más adelantados llevaban lanzagranadas con gas lacrimógeno. Dispararon hacia las salidas ya cerradas para dispersar a la gente. La caza estaba servida. Entre gritos como “ténganse a la SMAE” y “a por ellos; que no quede ni uno en pie”, los soldados se dirigieron a la salida porra en mano, apaleando a todo aquello que se moviese.

-“En que los hom-bres vol-ve-rán a ser her-ma-nos”

Los gritos de terror y dolor se extendieron por toda la plaza. Yo seguía tarareando el último movimiento de la novena de Beethoven como me habían enseñado mis padres, mientras corría para protegerme tras la fuente. Erraron dos tiros de lanzagranadas, pero el tercero me rozó el costado. Me dí media vuelta, y caí al suelo estrepitosamente. El general o quien diese las órdenes en aquella redada me señalaba y gritaba a los soldados, que esprintaron hacia mí cuales leones a un cervatillo herido. Mi último consuelo era seguir cantando.

-“Si es que no en-cuen-tras la a-le-grí-a en es-ta Tie-rra/ Bús-ca-la her-ma-no más a-llá de las es-tre-llas” - en mi cabeza, los instrumentos tocaban el gran final como los policías me linchaban en todo mi cuerpo. La última nota la dio un tipo bigotudo y fornido, que me dejó totalmente inconsciente.

Y así es como desperté aquí. Ahora estoy esperando en una habitación sola y sombría. Estoy tumbado sobre una camilla, que está ligeramente inclinada, por lo que puedo ver la puerta. Alguien con un pelo repeinado hacia la derecha y pequeñas gafas redondas entra por la puerta.

-Vaya, vaya, vaya. Si es el nuevo cantante de la ciudad – ríe para sí mismo, como si aquello fuese gracioso.- Supongo que sabes por qué estás aquí, ¿no?

-Sí, claro. Estoy aquí por cantar parte de una canción que compuso un tipo del siglo XVIII o XIX.

El hombre me mira fijamente a los ojos, y luego esboza una amplia sonrisa.

-Sabes que no podemos apresar a nadie por recitar algo que se haya bajo dominio público. No te vamos a castigar por la música. Pero sí por la letra. Muchacho, Beethoven era alemán. ¿Crees que compondría algo en español?

Mi cara cambia radicalmente. Ya sabía desde el primer momento que de allí no podía salir íntegramente con vida, pero aún así, saber que había pasado por alto aquel detalle, me deja absolutamente perplejo.

-La letra que cantaste era de Miguel Ríos, un rockero español que, para tu desgracia, aún vive. Y creo que no le sentará nada bien que hayas infringido sus derechos de autor –Se levanta, da un par de vueltas alrededor de mi cama, y se posa encima de mi pecho. Yo intento moverme, pero me doy cuenta de que llevo agarraderas en los pies y las manos, por lo que de nada me sirve moverme. Nos ha pedido expresamente que te alistemos a la Juventud de la Guardia Musical, puesto que aún no eres mayor de edad. Pero sería una gran pérdida de talento. He visto los vídeos que grabaron las cámaras. ¿Y sabes qué, muchacho? Para no haber cantado nunca, se te da bastante bien. Haremos una cosa. Te cambiaremos el “look”. Te daremos una imagen y una identidad nueva. Tocarás rock clasicista. Serás la nueva sensación. Se verán pósters de ti en todas las grandes avenidas. ¿Qué me dices?

Este maldito gusano manipulador intenta engañarme, pienso. En realidad, yo no tendré ningún beneficio, dudo qué derecho, sobre mis canciones. Si es que en realidad compongo algo, y no toco lo que ha escrito otro que sólo busca ritmos fáciles y pegadizos.

-Por supuesto que no. Aún soy libre.

De nuevo ríe, aunque más bien era un jadeo.

-Ah… Libertad, igualdad, fraternidad… Y otras tantas tonterías como el pensamiento crítico, el ecologismo, la espiritualidad musical o como queráis llamarla… Defectos humanos, sin duda. Pero nada que no se pueda arreglar

.

El hombre me inyecta el suero que contiene una jeringuilla que había sobre la mesa. Poco a poco se me agarrotan los músculos y los tendones. Ya ni siquiera puedo hablar ni pestañear. Sale de la habitación, y sobre la pared se proyectan imágenes con música. Poco a poco mis pensamientos se van apagando, y las ideas y sentimientos se mezclan. Veo amor mientras escucho rock duro; observo chabolas mientras oigo canciones de pop-rock modernas; visualizo cruentas guerras con música de paz y esperanza. Intentan destruirme emocionalmente. Y lo peor es que, una de las canciones de paz no es una melancólica balada. En uno de esos vídeos se puede apreciar una sangrienta batalla, entre unos hombres con turbante y otros vestidos de camuflaje en mitad de un mercado local de verdura y fruta. Las balas rasgan el ambiente, y las minas antipersona hacen volar brazos y piernas por la zona. Y poco después, reparo en la música. Es la grandiosa novena de Beethoven, con coro de voces incluido. Era una crimen modificar la mente humana, pero una abominación contemplar la brutal escaramuza con la alegre Sinfonía de Beethoven como banda sonora. Varios grito se oyen en toda la planta. Aunque nadie hará nada por remediarlo; los humanos somos así de alienables

4 comentarios:

  1. Pues la verdad es que debía ser muy bueno el texto que ganó el primer premio, dejándote a ti el segundo.

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  2. Comentario adicional: ¿Por qué "un partido neoconservador"? Yo creía que eran los de la "zeja" los que más apoyan ese tipo de ideas.

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  3. He ahí la dulce ironía, mi querido amigo. Tanto en el libro 1984 como en la realidad, son partidos de izquierdas los que promulgan esta dictadura. Lo que he hecho ha sido cambiar su orientación política y decir que es un gobierno de derechas, para remarcar el hecho anterior (son partidos de izquierda), aunque no lo haya nombrado.

    Ya ve para qué sirve estudiar Barroco. Decir cosas sin decir, sólo por su propia ausencia.

    P.D.: Aún no me ha dado tiempo de leer la continuación de la Saga. A ver si este fin de semana me pongo con Tetraedrón, que el anterior estuve muy ocupado, y lo que me espera...

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  4. Mª José González3 de mayo de 2010, 14:12

    Vaya querido Relampague, te has superado en este nuevo relato. Se te ve aún más maduro y conocedor de tu mundo. Me ha emocionado mucho el relato hasta el punto de querer ser el protagonista y aportar un granito de rebeldía ante las injusticias de nuestro tiempo

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