Aquel hombre siempre se despertaba con gran resaca de su cama. No era formidablemente blanda, pero al menos no se le clavaban los muelles al tumbarse. Cada cuatro o cinco años, el hombre se levantaba, se vestía, bajaba a la calle, cruzaba a la acera de enfrente y pedía un café expreso en la cafetería de la esquina. Volvía a su casa con el vaso caliente aún en la mano y se encerraba en su habitación. Tras hacerlo, el hombre encendía y comprobaba una extraña máquina grisácea y oxidada, la cual poseía un irrisorio número de pulsadores, palancas, interruptores y pantallas. Leía los datos en estas, hacía las cuentas pertinentes y activaba la máquina. Mientras la máquina gemía y sus engranajes ya desgastados chirriaban al ponerse en movimiento, el hombre intentaba coger de nuevo el sueño. Quizás la humanidad no lo supiese, pero aquel hombre, apretando botones y accionando diversos mecanismos, lograba que la humanidad siguiese su curso. Solo era necesario evitar que se autodestruyese cada cierto tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario