En aquella esquina del patio, donde el frío no parecía disiparse pese a nuestras acaloradas conversaciones y constantes bromas, estaba yo tiritando, en aquél inhóspito e inadecuado lugar para un muchacho de 14 años.
-¿Os habéis enterado de lo de Antonio? –empezó Juanito comentando.
-Claro que sí. Yo fui la semana pasada a su casa. Es una pasada.
-Fuera pegos, mola esa pared, ¿a que sí?. Os lo juro, podría estar contemplándola durante horas.
-Y yo. Pero Jorge no lo verá nunca –y todos se rieron ante el “gracioso” apunte de Guillermo.
Para que engañarnos; era cierto. No había muchas posibilidades de que Antonio me invitase a su casa. Nunca nos hemos llevado muy bien. De hecho, paseando ayer frente a las pistas de tenis, me burlé de él delante de sus amigos, de cómo se las da jugador de tenis semiprofesional para luego embarcar todas las pelotas que le lanzaban. No me pasé, pero espero que lo olvidase, porque ahora necesitaba un favor suyo. Pensaba cabizbajo, mientras le daba patadas a una lata de Coca-Cola que alguien había intentado encestar en la papelera, falló, y no se acercó a recogerla. Claro que yo tampoco lo haría.
El caso es que quería ver esa pared como fuera. Tenía que verla. A la hora siguiente, bajé a la segunda planta para hablar con Antonio. Sí, aunque nadie lo crea, fui a ver a ese asqueroso prepotente que, por acertar dos o tres veces lo que pregunta el profesor en clase, ya creía tener la razón en todo, ser el mejor de todo el instituto. Mejor incluso que los de segundo de bachiller. Eso sí: era el único que me podía dejar entrar a su habitación y ver aquella pared.
-Ah, ¿con que ahora vienes arrastrándote, ¿eh? Jorge, “te has caído” para mí –comentó jocosamente, sobreactuando para sus amigos de pasillo, y estos le rieron la gracia. No porque lo dijera Antonio, ni porque fuera gracioso, sino porque era una oportunidad para meterse con alguien. La gente es así- Pero bueno, supongo que debo ser más benévolo, ¿no? Está bien, pásate por mi casa a las cuatro y media. Pero no tardes. Empiezo las clases de tenis a las cinco.
-Eh… sí, estaré allí a la hora –respondí con ganas de lanzarle un guantazo. Aunque eso podía esperar a mañana.
-Y bien. ¿A qué esperas? ¿Acaso no tienes ahora Matemáticas? Ya he visto subir a Trinidad. Vete o te pondrán un retraso – me aconsejó, o más bien me ordenó, pero ya no me importaba; ya tenía mi pase para ver la pared.
Son las cuatro y media pasadas. Corriendo, doblo la esquina, y calmando la respiración, llamo a la puerta. Su madre me abre. Me invita a pasar y a beber un vaso de agua, pero lo rechazo amablemente. Dudo que Antonio no haya aprovechado para echar alguna de sus medicinas en el vaso, para ver si me equivoco y me enveneno.
-Sí, Antonio es muy inteligente. Siempre anda averiguando cosas y buscando respuestas a todo -”sí, pero es un egocéntrico. Solo le gusta hablar sobre lo que él conoce, no escuchar a los demás”, reflexiono para mis adentros-. Por eso lo descubrió. Hace tres semanas, mientras estudiaba para el examen de matemáticas, vio que sobresalía un trozo de hilo de la cortina, ya sabes, de la ventana que da a la plaza. Bueno, pues el empezó a tirar, pensando que era de la cortina, pero resultó provenir de la pared. Pues siguió deshilando hasta abrir un agujero algo pequeño. No sabía a donde lleva ese agujero, pero era totalmente negro y oscuro. Mi pequeño Antonio no se detuvo en su investigación, y continuó agrandándolo, hasta ocupar toda la ventana –“y encima el imbécil no tuvo suficiente con romper un trozo de la pared. Tenía que desmontarla entera”- Ahora, científicos de todo el mundo van a venir para corroborarlo. No sabemos a donde lleva, pero piensan que puede ser un universo paralelo al nuestro, completamente vacío y sin explorar.
Ya en la puerta, la madre me dice que tiene que dormir la siesta, que no haga ruido. Pregunto antes de entrar. Antonio me abre.
-Ay… -suspiró.- Cinco minutos tarde. ¿Tienes sincronizado el reloj con el ordenador? Es la mejor manera de ver la hora “real”... anda, entra.
A partir de ese momento, dejo a Antonio a un lado, pese a que este me sigue hablando. Miro la pared; no puedo dejar de mirarla. Creo que Antonio sale a ayudar a su madre a recoger alguna ropa en el tendedero. Absorto, observo atentamente la escena. En la pared, como incrustado, hay una abertura que ocupa todo el espacio donde debería estar la ventana. Más que un agujero, es una nada. Una nada negra, oscura, pero no con la oscuridad de un negro como el de la noche. No, es un negro inmenso, penetrante, un negro más que artificial pero menos que natural.
Por más que miro las uniones entre eso y la pared, no veo grietas ni nada. Es como si viniera enmarcada en esta, algo natural. Descubro un pequeño hilo, caído por dentro del orificio. Supongo que sería el trozo inicial del cual salió todo esto. Algo me impulsa a hacerlo. Sin poder evitarlo, tiro de él. Tiro y tiro, toda la pared se va deshaciendo y aparece la oscuridad, del mismo negro intenso e inhumano, pero no molesto. Las esquinas desaparecen, su escritorio también, pero eso no me importa. Yo sigo estirando y estirando, hasta que desaparece todo, hasta que ya no hay nada. Lo que me rodea es nada. El suelo no existe, simplemente levito. Solo estamos el hilo y yo. Flotamos en el vacío; o mejor dicho, en la nada, porque no parecía que allí hubiera antes un “algo”. Intento encontrar el hilo con el que descompuse la realidad.
El miedo se apodera de mí cuando, con los ojos, sigo el hilo, largo y delgado, que termina en la suela de mi zapato. El miedo me detiene. Ya no siento el impulso de seguir tirando. Yo podría ser nada, pero aún sigo existiendo. Para todo lo demás, ya es tarde. Han desparecido la silla, el armario, la mesa, la cama y la pared. En un alarde de responsabilidad, difícil de ver en mí en condiciones normales, cojo todo el hilo y lo intento recomponer vanamente. De repente, aquel hilo primigenio se fusiona, deja de ser hilo. En su lugar obtengo una masa amorfa blanca, como de la pizza de los sábados por la noche que mis padres traen tras volver de su paseo. La estiro entre mis dedos. Parece poder estirarse hasta donde yo quiera. Así vuelvo a formar la pared, esta vez blanca. Descubro que, cuanto más voy dando forma a la estancia, más cambia la realidad. Al principio era blanca, sin color; más tarde marrón, con colores antiguos y formas arábigas. No sólo eso: lo que observo por la ventana también cambia. Aparece un río, pero no un río como el Guadalquivir. No, este es un río puramente azul, se ven los peces desde la ventana. Por él navegan dos o tres veleros cruzando de una orilla a otra.
Vuelvo a deformarlo todo, a conseguir esa pasta blanca, para dar otra vez forma a la habitación. Sigo retorciendo, dándome cuenta de que es muy fácil recomponer todo, con solo pensarlo un poco la habitación se vuelve metálica, azul celeste, fría. Asombrado, deslumbrantes coches aparecen volando entre los rascacielos de la ventana. No sin miedo, me acerco a la ventana para intentar discernir el fondo de aquella honda ciudad, pero es imposible debido a un humo fantasmal que recubre los pisos inferiores. Vuelvo a transformar el cuarto. Sigo retorciendo; esta vez pienso en algo retro, como en los años veinte. O mejor, un mundo fantástico, con runas arcanas incrustadas en piedra caliza, que forman los marcos de la puerta por la que había entrado. Doy unos pasos atrás para observar mi obra. Un sonido impreciso pero atronador resuena a través de la cerrada puerta, acompañado de golpes acompasados, como si de una bestia se tratase... rápidamente, deshago toda la habitación.
Una vez en la nada, intento volver a pensar en todo lo ocurrido. Las posibilidades que da la habitación son inmensas. ¡Y ni siquiera había salido de la habitación! Pero, ¿ahora como vuelvo? Pienso en Antonio, en su casa, en el escritorio, en las tareas a medio hacer, en la cama deshecha... Modelando, consigo dar con la realidad adecuada. Me las apaño como puedo para cubrir todo lo que me rodea con esa masa primigenia de realidad, aunque el hueco queda en su sitio. Un segundo después de terminar, Antonio entra.
-¡Eh! No estarías tocando mi hilo, ¿no? Bueno, ya has tenido tu tiempo. Lástima que no veas esto nunca más –presume orgullosamente, aunque no tenía ni la menor idea de lo que había descubierto. Apenas lo sospecharía nunca. Él no tiene, ni de lejos, esa facultad humana que llamamos imaginación.
Esta versión del relato mejora la anterior.
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